altYa sé que he soltado el concepto a bocajarro, pero no me resisto a emplearlo en esta ocasión. “Standing ovation”. Qué grande es todo lo que conllevan estas dos palabras. Y qué bien se ajustan al teatro de las fallas.
Advierto que la cosa va de juegos florales y de glosa de las bondades del teatro, así que los que quieren bilis y sangre en las fauces se abstengan de leer más. Porque con el teatro de las fallas no ha lugar.
Ahora que se consuma el círculo y sólo queda la gloria del Saragüell, es momento para la reflexión y el balance de los logros obtenidos en ese prodigioso concurso que se organiza desde la Junta Central Fallera y que dan calorías y músculo las comisiones participantes. Y ese músculo está en buena forma.
“Standing ovation” es un término que se emplea cuando un auditorio aplaude calurosa y efusivamente puesto en pie a algo o alguien. Pero más allá de la determinación objetiva del movimiento y del lugar, denota algo más. Denota admiración. Es rendir un tributo, un homenaje. Es el aplauso por excelencia. Y si tenemos en cuenta que cualquier criatura de Dios que se sube a un escenario busca como único premio el aplauso, pues ya tenemos el tesoro encontrado.
El nivel que tiene nuestro concurso de teatro es tremendo. De salud, bien, gracias, muy bien… pese a pequeñas manchas en el historial. Y esas manchas salen fácil, como las de picota con Dixan. Porque caraduras cada vez hay menos, y me refiero a aquellos que se montan una pachanga para cuatro o cinco, se echan unas risas, ensayan cuatro veces antes de salir a escena y no tienen la decencia de saberse mínimamente el papel. Saragüell al del traspunte, por salao y bienqueda, sí señor. Que el hombre se lo ha currado y bajando a ensayar se habrá perdido “Aída” dos o tres noches.
Esta minoría desvergonzada de pachangueros teatrales falleros va camino de la extinción, si no se ha extinguido ya. Las valoraciones y el peso de no devolver la fianza hacen mella, así como las exigencias de un concurso que es la joya de la corona de la delegación regentada por Pepe Ombuena.
La calidad se puede ver cualquier noche en la Sala Flumen, en cualquiera, oiga. Y hay comedia, hay drama, hay experimentación, sainete, clásicos de siempre y obras que se estrenan para este concurso.
Hay que ir al teatro de las Fallas. Esto lo digo porque la cruz del certamen sigue siendo la audiencia, que aunque generosa en sus dádivas a los actores y fiel a sus comisiones, sigue siendo una asignatura pendiente. Si acudimos a la Flumen una noche cualquiera vemos a falleros de la comisión actuante, bastantes en el mejor de los casos, incondicionales del teatro y miembros de las fallas que actúan a continuación. Esto está bien, pero el patio de butacas tiene que estar lleno, señores, y no a media entrada. Los que están encima del escenario se lo merecen. Hay que ir al concurso, hay que acercarse a él, conocerlo y dejarse seducir. Las fallas ofrecen en este concurso un auténtico prodigio, un orgullo que sólo se cataliza cuando el teatro pasa a ser veneno. Y qué dulce es su veneno.
Más de un millar de actores y actrices, protagonistas y de reparto, figuración, equipo técnico, artístico, directores, autores. Hemos visto cerca de 90 obras teatrales, 24 de ellas inéditas. Qué grande es nuestro teatro y que orgulloso estoy de ello.
“Standing ovation”. Aquí estoy, puesto en pie y aplaudiendo a todos los que están sobre la escena fallera. Es mi homenaje de admiración hacia ellos. ¿Se apuntan ustedes también?