La llama está llamada para curar los males del mundo hechos falla. Porque las fallas, sean de una belleza extrema, virtuosas de forma, delicias y bombones, o bien de caricatura marcada, sarcásticas de rasgo y jolgorio de la visión, no dejan de ser (o así deberían de ser) la representación de aquello que no queremos para nosotros. Que no queremos en nuestra vida. Que no queremos y por ello criticamos.
La falla es falla desde el momento en el que cuenta algo, que establece una narración con el espectador. Y la falla ha de contarle al espectador que el mundo no es un lugar perfecto, está lleno de ponzoña, de vicios maltraídos, de corrupción, podredumbre y miserias humanas. De humanos, al fin y al cabo, que caen en vicios de palabra y de obra, y que merecen el látigo de la crítica fallera.
Llamamos a la llama para que nos cure el alma dando fuego a aquello que nació para el fuego. Fíjense. La poesía a veces nos es ajena al todo y nos quedamos con la anécdota. El fuego está aquí (en la falla) para dar sentido a la vida de la falla. El fuego es lo que marca la diferencia y lo que hace que el círculo sea completo. Y para ello hay que dibujar el círculo.
La falla, crítica, hiriente para el poderoso, humorística, sarcástica, sardónica, llena de pecados confesables, de perversiones, de causticidad convicta y confesa, es combustible que ha de arder. Para ello se plantan, para que quememos en pira pública lo que hace falta quemar, hacer un exorcismo a los espíritus más fatuos y salir a la calle al día siguiente pensando que otro mundo es posible.
Las fallas son medicina. Han de serlo. Por ello han de zarandear las virtudes del que se cree virtuoso. Han de ser revulsivos donde la risa, el bálsamo de una vida, sea pícara, astuta y ladina. Lo es el humorismo, lo es la televisión, lo es la prensa, lo son los artistas gráficos. Lo han de ser por obligación, convicción y devoción las fallas.
Elogio a la llama por estar llamada a ser llama. Por ser fuego y traer calidez. Por ser pavesa encendida y chispa. Relumbrón, fulgor y quemazón. Por ser el ingrediente que falta en el caldero para dar al mundo el filtro de la eterna juventud. El de una fiesta que da la vida y nos hace mucho más fuertes en nuestras creencias.
El fuego pondrá fin al sueño efímero, que dura un segundo, ése en el que el sol brilla más fuerte y la felicidad es más grande. El segundo de la gloria. Un segundo que contempla al infinito.
Todo esto son las fallas. Lo demás, lo mundano, es humo y espuma.
¡Ardan las fallas para llegar a ser fallas!