julio2011El pasado 19 de noviembre se pondría de manifiesto, a mi entender, un hecho que evidencia la urgente necesidad de poner boca abajo el edificio entero de Junta Central Fallera, sacudiendo cual estera durante cuarenta días al menos, para sanear de ácaros hasta el último rincón de sus cimientos.
Estoy convencido y aseguro que hay gente trabajadora y eficiente en el colectivo fallero. Hombres y mujeres enamorados de su fiesta y dispuestos a dejar su valioso tiempo en favor del colectivo, algunos de ellos integrantes incluso del organismo fallero. Pero siempre hay un pero. Tendríamos que reconocer de una vez por todas que la actual estructura de JCF está caduca. Obsoleta en funciones y cometidos. Anclada en vicios adquiridos de extraña justificación. Plagada de figuras y figurones, de estrellitas necesitadas de iluminar por sí solas el universo de su ombligo, pero principalmente infectada de un conformismo tan patético como injustificado en hombres y mujeres ya talluditos/as por edad y experiencia.
Creo, y deseo seguir creyendo aunque cada vez me lo ponen más difícil, en la figura del Delegado de Sector. En ese fallero que traslada las inquietudes de su colectivo a la “teórica” casa de todos, y no exclusivamente y servilmente a la inversa. Detesto por tanto cada vez más, a ese “fallero” que se le identifica por la calle por una metafórica marca en la frente, la que se produce al golpearse el frontal contra la bancada de enfrente en señal de servilismo y pleitesía. A ese fallero que olvidó su cometido, su función. Que por olvidar olvidó sus propias actuaciones, comentarios o mutismos en casos similares, y además se permite el lujo de erigirse protagonista de no se sabe bien qué cruzada.
Cuando el pasado 19 de noviembre escuchaba cómo se pedían más datos para poder votar una resolución de la Delegación de Incidencias, en este caso una inhabilitación a un presidente, contador y tesorera, en la que no entro a valorar, recordaba la de ocasiones que ese mismo salón acogió votos favorables a cualquier decisión sin más informe, sin más datos, sin más conocimientos que los aportados en poco más de 60 segundos. Demarcaciones, sanciones de diversas índoles, propuestas variadas, y hasta otras inhabilitaciones, etc. En todas ellas votaban y callaban, o callaban y votaban, sin más explicaciones, sin más necesidad, que la ferviente y necesaria cabotà que marcara más si cabe el frontal del vasallaje.
¿Por qué nadie reclama nunca su derecho a ser informado detalladamente antes de llegar al pleno? Curiosamente no parece tampoco una obligación de la mesa. Aunque no sea ya por reglamentación, que a mi entender lo es, simplemente por cuestión de coherencia, de transparencia, e incluso me atrevería a decir que por un principio de compromiso democrático, es necesario conocer y dar a conocer en profundidad un tema antes de votarlo. Pero se hizo costumbre el obviarlo, como también el callarse ante el absurdo de llegar a plantearse el leer un expediente antes de tomar una decisión por ser excesivamente extenso. ¡Qué osadía! Impropia de una sociedad civilizada. Aunque más absurdo si cabe sería el silencio del respetable.
Hechos son razones, y como diría Albert Camus: “La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”.

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