Carro vacío

ManoloNuestra generación, la que vive en esta época, perdió la inocencia en marzo de 2020. Al igual que en otros momentos de la historia de la Humanidad, el latigazo llegó de repente y nos arrebató nuestra forma de vida, nuestras prisas, nuestro estrés, nuestras ansias, la envidia y la alegría. Nos arrebató todo lo inmaterial y puso en peligro lo material. Todo esto desde fuera y como víctimas únicamente del confinamiento, el miedo y la zozobra. Porque la realidad directa de todo es que el COVID-19 es un virus, un maldito asesino invisible que se lleva vidas, que enferma a la población y que pone en jaque al planeta entero. Tenía que ser, de entre los argumentos del cine de ciencia ficción y terror, el más ramplón de todos el que se hiciera realidad.

Coronavirus. Esa palabra se nos ha grabado ya a fuego en el alma a millones de personas en todo el globo. Ahora sabemos mucho de virología, de intubaciones, vacunas, EPI’s, mascarillas. No. No sabemos nada. No sabemos absolutamente nada. No sabemos en qué o en cómo acabará todo, pero de una cosa este virus no nos infecta. No evita que tengamos esperanza.

Con la esperanza intacta escribo. Y pese a que las circunstancias piden hablar de todo en general yo quiero hablar de una cosa en particular, a la que me debo: las Fallas. No se engañen, las Fallas volverán a brillar en Valencia y en todas las poblaciones de la Comunitat Valenciana. Las Fallas volverán a asombrar al mundo. Las Fallas volverán, y lo harán con la fuerza de saberse imprescindibles. Porque si algo va a demostrar esta situación es hasta qué punto Valencia necesita sus Fallas. Porque se va a ver que cuando se detiene el motor económico fallero todo no va bien. Diría yo que nada va bien. Pero sobre todo va a demostrar cuánto necesitamos a los profesionales que hacen posible nuestra fiesta, todos y en todas las disciplinas. Es el momento de auparlos a la cima y decirles bien claro que volveremos. Como también es momento de brindar por la fallera, por el fallero, por el que saca la fiesta a la calle y que el día 10 de marzo se veía desgarrado por un dolor intenso. Después llegó el estado de alarma. Después no quedó otra que tener esperanza.

Esperanza, sutil o escandalosa, a manos llenas. Esperanza en que venceremos al veneno. Pero esperanza bañada de realidad. Cuando venzamos, porque venceremos, ya nada será como antes; no digo que será peor ni tampoco mejor. Será diferente, una evolución. Una nueva época. Una época en la que tocará adaptarse y crear, sentir, vivir, triunfar, resurgir. Tendremos que resurgir, y lo tendremos que hacer unidos pensando en el bien común. Las Fallas no serán ajenas a todo esto. Entonces será cuando tocará demostrar de qué pasta estamos hechos los falleros.

La incógnita sobre lo que nos depara el COVID-19 solamente nos deja espacio para la esperanza, y es el instante perfecto para llenar ese espacio con previsión, con planes A, B, C y los que hagan falta. Con miras al futuro. Porque el futuro llegará. Tanto es así que siento una profunda e inconsolable nostalgia del futuro. Una nostalgia repleta de optimismo y de metas falleras que alcanzar.

De esta saldremos todos juntos. Lo único que debemos hacer es quedarnos en casa y tener esperanza. Nada volverá a ser como antes, pero sea como sea ese futuro será con falleras, falleros, indumentaristas, pirotécnicos, músicos, floristas y artistas falleros. Sea como sea, será con Fallas.

JulioNada hacía presagiar el fatal desenlace. Bueno nada, nada, no. La tropa de clarividentes, agoreros o metemierdas no tenían duda alguna desde el primer día, después de que pasara, que esto ocurriría. De hecho, los más aventajados en el curso CCC de futurología, especialidad de hechos ya consumados, una técnica ancestral cuya leyenda secular es aquella coletilla del “¿Ves? ¡Te lo dije!” no tardaron en exponer que sus predicciones al hecho cumplido, vamos, que era evidente, sólo había que esperar a que salieran a la calle el 8M para dinamitar la fiesta. Daba igual que fuera el mismo día o dos después. Incluso pudimos escuchar aquello de: “Te das cuenta como venían a cargarse la fiesta” acompañado de la citada coletilla, o en su defecto la segunda opción si se inició la frase con la primera: “¡Ves, ves! Ya te lo dije yo”, dándote con el exterior de la palma dos golpecitos en el hombro.

Ante estas razones, qué vas a contestar, si al final alguien tenía que acertar. O sonaba Alfred en la plaza ‘porque son lo que son’, o no sonaba porque se habían… acobardado. El caso es que con estos argumentos pierdes la porra, sí o sí. De hecho, uno que quiere ser positivo, ironizaba con ambas posibilidades antes incluso del primer aviso, que voy a hacer, afortunado en el juego…

El caso es que llego el día ‘D’ (diez de marzo), y la hora ‘H’, la que nos metieron, ustedes ya me entienden, y se nos acabó la tontería.

La noche se tornó muy oscura. Algunos fueron de inmediato a la puerta de la casa de todos. Había luz, aunque el amo, ya saben ustedes que no estaba. El recién proclamado presidente ejecutivo de JCF tenía que comerse el marrón de dar explicaciones, las que tenía. El nato, del nato mejor me callo.

No había marcha atrás. Había que poner los pies en polvorosa, desde la meseta bajaba el poniente, y la cosa se estaba poniendo fea no, muy fea. Tres días con sus tres soles hubo de plazo, alguno más si hubiera sido menester. Tras esto, silencio y abatimiento. Pero en lugar de autoflagelarnos, quiero recordar que también quedó para la historia la imagen del pundonor fallero, de la profesionalidad, de la dignidad de quienes se siente parte de la cultura de este pueblo, y echando los bemoles por delante, dejaron las calles como una patena.

A cualquiera no implicado que le preguntes, no le cabe duda alguna de que pudo incluso quedar reluciente, de hecho, hubo hasta quienes se ofrecieron para evitar vivir la vergonzosa noche del 17 al 18 de marzo, donde un fuego impuro, una pira cobarde, acabó humillando lo más sagrado de la fiesta en unas calles mudas, vacías, sólo para unos pocos, alguno tan indigno como ese fuego, que primero tiró de webcam y luego lo hizo de cara.

Días después, entre monos blancos y boinas amarillas, marchó en sigilo la imagen del año. Un rostro que posiblemente se salvó del fuego, no como creen muchos por clamor popular, quizás fue también por el coraje de unos pocos.

Pero esto ya es pasado, y aunque las calles siguen en silencio, lúgubres y frías como la economía de miles de familias vinculadas a la fiesta, nos queda el orgullo. Ese sentimiento que nos hará salir a las calles con más fuerza. Con la cabeza más alta que nunca para reclamar lo que es nuestro, y ya no hablo sólo del fuego robado, hablo de la dignidad que merecen quienes realmente pagan la fiesta. Digo, por si no queda claro, que se debe reclamar la justa correspondencia al esfuerzo de falleras y falleros, los propietarios de un patrimonio cultural que es motor de una economía que agoniza sin fallas. Que, con todo el derecho, ahora más que nunca, no podemos dejar de reivindicar el orgullo de ser falleros.

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